Aquel mes de Noviembre yo ya había nacido. Aunque era muy pequeño y ha pasado mucho tiempo, tengo recuerdos claros y nítidos, ajustados en ese rincón del cerebro, donde se quieren guardar las memorias infantiles, de aquellos días en que todo empezó a cambiar. Vivíamos en una casa baja de las afueras, cuando llovía mucho, delante de la puerta se formaba un gran charco, que si crecía se metía por el pasillo con el consiguiente alboroto de cepillos y fregonas para tratar de que el agua no entrara más allá. En la cocina el inolvidable olor de los guisos de mi madre se mezclaba con el del humo de una placa de leña donde nos calentábamos en las largas tardes de invierno, esperando la llegada de mi padre, acompañados del rumor de la radio escuchando los consejos de Elena Francis o durante el desayuno, algún tiempo después a Los Porretas, Cola Cao y galletas Maria antes de ir al colegio. En el comedor una mesa, cuatro sillas y ¡ Oh vaya! Una televisión, en blanco y negro, por supuesto, pero era fantástica. Como todos los niños me sentía enormemente atraído por aquel chisme y esperaba con impaciencia a que empezara la programación a eso de las seis, porque antes de esa hora nada de nada, si la encendías, un fuerte pitido te hacia desistir y la apagabas rápidamente. Poco antes del comienzo la carta de ajuste con música variada. En aquella época triunfaban cosas como La Casa de La Pradera, En Ruta, Kojak, Heidi, Marco o Pippi Calzas Largas y programas como Directísimo presentado por el bigotazo más famoso
de la tele, J.M. Iñigo. Mi hermana y yo compartíamos dormitorio, así que aquel día, a la hora habitual, mi madre se sentó al borde de mi cama, nos despertó y con gesto serio nos comunico que aquel señor se había muerto y que por lo tanto ese día no había colegio. Yo no entendí muy bien porque, pero el caso es que ante mi se abrió un abanico de grandes posibilidades, juego y diversión, al fin y al cabo aquel señor no era entonces para mi nada mas que “ese anciano de uniforme, en blanco y negro”. Lo de la diversión no fue realmente así, flotaba en el ambiente algo raro, extraño e impreciso, contagioso, una sensación de pena y alegría, preocupación, incógnitas, voces apagadas y miradas perdidas. En la radio rezos y música clásica y en el cielo cruces, joder, cruces, hechas con esa estela que dejan los aviones, yo entonces las miraba con curiosidad, pero hoy al acordarme no puedo evitar sentir un escalofrío. Al día siguiente salí al patio y mire al cielo, ya no estaban, pero recuerdo largas filas de gente, un ataúd, un hombre joven al que llamaban El Rey, pero que no llevaba corona y que estaba rodeado de su mujer y sus hijos, todos muy elegantes y muy quietecitos, desfiles, gente gritando, repicar de campanas. Es curioso, tengo muchos recuerdos en blanco y negro, el color tardó algún tiempo en llegar, pero cuando lo hizo, todo se tiñó de colores nuevos, más brillantes, colores que iluminaron el horizonte.
Era otoño y comenzaba a amanecer.
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