sábado, 26 de abril de 2008

EN CREATURA 12

AGRADECIMIENTOS APLAZADOS

Caminaba con cierta dificultad, pero siempre había procurado mantenerse erguido. Pese a todo, el tiempo, ese acompañante fiel que nos vigila siempre, había conseguido encorvar un poco su espalda, cargando sobre ella una mochila repleta de años, vivencias, luchas, amor, sufrimiento y algunos momentos dichosos, eso que llaman... felicidad.
Era todo lo alto que puede ser un anciano. Peinaba su pelo níveo hacia atrás y su rostro rasurado a diario aun conservaba cierto noble atractivo, gracias a su mirada franca y limpia de ojos risueños e irónicos, de esos que te dicen que han visto muchas cosas, buenas y malas. Vestía como visten las personas mayores, con sencillez pero disciplinada limpieza, sin una arruga en su camisa o en su chaqueta, todo bien cuidado por su propio “amor propio”. Al entrar en la cafetería donde le veía a diario, el olor a café y churros se mitigaba al mezclarse con su aroma a Floid. Tras un educado “Buenos días a todos”, contestado por camareros, clientes y parroquianos con un “Buenos días Alfonso”, ocupaba una mesa donde sin tardanza le servían el desayuno, sin pedirlo. Café con leche y tostada con aceite y uno de los tres cigarritos que se fumaba al día.
Tras quedarse viudo había decidido bajar a desayunar al bar, no porque no se apañara, sino porque las primeras horas del día en soledad le resultaban especialmente difíciles. Prefería la rutina diaria del arreglo de su pequeño piso, su aseo personal y bajarse a la calle con su libro bajo el brazo para leer un rato tras el desayuno, hasta media mañana que se iba a pasear hasta la hora de comer.
Siempre había vivido en aquel barrio. Allí de niño había pasado el hambre de “ los tiempos del hambre” y el hambre de después. Allí había jugado, reído, trabajado y también se enamoró. De allí partió a una guerra a luchar por lo que creía, que importa el bando. Cuando aquella locura acabó, volvió allí para encontrarse a su amor enterrado en un cementerio cercano. Desde entonces odió las armas, aunque las vio muchas veces de cerca, tan de cerca que llegaron a tocarle. El tiempo, que dicen todo lo cura, pasó por él cerrando en falso profundas heridas, conoció a una buena mujer, se casaron, tuvieron hijos que saco adelante como pudo; segó trigo, forjó hierro, construyó edificios, - todo a mano- solía decir, - menos mal que ahora hay maquinas que facilitan el trabajo, porque antes era jodido, ya lo creo- y fijaba su pensamiento callado en un pasado no tan remoto.
- ¿y sus hijos Don Alfonso? – le preguntó el camarero; - ¡que no me llames Don Alfonso, coño! ¿ tu ves que yo tenga tierras, obreros o rentas...?- Usted perdone es que me equivoco- se disculpó el camarero, era al fin, por lo único que se molestaba un poco el anciano. – Mis hijos están lejos, en sus trabajos y sus cosas, es mejor así... en Navidad vendrán a verme.
Después de cuatro días de largo puente, Alfonso no fue a desayunar, el camarero nos contó con un nudo en la garganta que al pobre señor lo habían encontrado muerto en su casa, sentado en su viejo sillón, con un arma en las manos, el ultimo libro que estaba leyendo. Llevaba así dos días, él mismo dio la alarma. Dicen que no sufrió... pero estaba solo.
Nos quedamos en silencio, pensando en la culpa que ya no soluciona nada, en agradecimientos aplazados y en despedidas nunca hechas.

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